lunes, 9 de febrero de 2015

El crimen de la calle Moncada (y II).



Salvador no aparece.
A las dos de la tarde, la hora a la que habitualmente se reunían todos los cobradores en la sucursal para entrega de lo recaudado. Salvador Azemar no se presentó. Extrañado por esta ausencia, el director de la Sucursal, D. Mariano Casi, ordena a otros cobradores que hagan su recorrido.

Comienzan a temerse lo peor al conocer que, “casualmente”, un cobrador de la competencia no había conseguido hacer efectiva otra letra de la calle Moncada. A pesar de haber acudido dos veces a ese domicilio nadie le había abierto. La dueña de la zapatería le había indicado que los nuevos inquilinos no habían bajado aún del piso. Intrigado, intentó curiosear por su cuenta acercándose al ojo de la cerradura pero la encontró  tapada con unos trapos.

Finalmente, se decide mandar agentes del orden público que, después de llamar sin éxito a la puerta, la fuerzan por orden del juez de guardia.

Para sorpresa de los presentes, las estancias están casi vacías pues, a pesar de ser un despacho, ni siquiera hay una silla, tan solo un par de mapas en la pared del recibidor, tres cajas y un perchero del que cuelga un saco de mano de los usados por los niños para llevar las cosas a la escuela.

Al acceder a la cocina, encuentran a Salvador muerto sobre la carbonera, contusionado y degollado con tal saña que había sido prácticamente decapitado, manteniéndose a duras penas su cabeza unida al tronco por las vértebras. El cadáver es trasladado al hospital de la Santa Cruz para su autopsia.

Un plan sencillo.
La cosa no podía ser más fácil. Era conocida por todos la existencia de los cobradores. Esos individuos uniformados que, portando abultados maletines repletos de efectos listos para ser realizados deambulaban en solitario presentándose en las oficinas o en los domicilios.

¿Hay algo más simple y a la vez más perverso que hacer circular un documento que oculta el día, hora y lugar para un robo violento aún cuando no se sepa ni siquiera quién será la víctima que lo porte? 

Solo había que satisfacer las exigencias de la letra y esperar.  Un tal “Sr Roig” alquilaría el piso  de la calle Moncada, a su propietario, el Sr. Llorenç  Pons y Clerc.  Se colocaría en la puerta un cartel que hiciera de señuelo. Para asegurar el éxito, se emitirían no una sino dos letras idénticas alejadas convenientemente de Barcelona colocándolas respectivamente en Tarragona y  Benicarló. Ambas serían cobradas el fatídico día de vencimiento en el número 13 de aquella calle.

Comienzan a atarse los cabos.
La mañana del crimen, hacia el mediodía, un hombre había entrado en uno de los principales estancos de Las Ramblas pidiendo que se le cambiaran en metálico una gran cantidad de billetes de banco. Solo pudo hacer efectivo 100 pesetas y, aunque contó con la ayuda de un amable cliente, terminó equivocándose con las vueltas.

En otro punto de la ciudad, en la Caja Vilumara, alguien trataba de cobrar un talón de 37.000 pesetas que, como advirtió el cajero,  D. Francisco Bordas y Rovirosa, presentaba manchas de sangre.

El  juicio y los  procesados.
El  10 de abril de 1886, se inicia el multitudinario juicio teniendo como principales encausados a Manuel Molina y a los hermanos Joaquín y Vicente Salvador. 

A Manuel Molina, cordobés de Alcalá la Real aquello le debió parecer un negocio seguro. Según su declaración, decidió participar convencido de que no habría derramamiento de sangre. Por eso, cuando el resto atacó al cobrador, sufrió un oportuno desmayo y, ya repuesto, contempló cómo se consumaba el delito. Recogido el botín, se reunió con los demás en una casa de la calle Salvá, donde, a pesar de ser amenazado con un puñal, se negó a cobrar en la Caja Vilumara el talón robado. Enterado de su negativa, Joaquín Salvador se presentó para hacerlo efectivo.

A Joaquín Salvador, de 32 años, nacido en Vall d'Uixó,  casado  y con gemelos, el asunto le vino caído del cielo. A pesar de estar emparentada con la nobleza, su mujer  trabajaba a destajo para pagar a dos nodrizas.  Además, Joaquín debía dinero a un falsificador, tal Federico Despanc, que, a su vez, le había denunciado por estafa y  le enviaba cartas amenazantes conminándole al pago. Fue Joaquín quien viajó a Tarragona para  llevar la letra pagadera en la calle Moncada, pero juraba no saber nada más.  El día del crimen se limitó a esperar por la Plaza Real de diez a doce de la mañana, hasta que se presentó Molina con el talón (que, recordemos, se había negado a cobrar), ordenándole que fuera a cobrarlo rápidamente. Obedeció, acudiendo después en la calle Salvá, donde recibió su parte.

El hermano de Joaquín, Vicente, decía no haber participado en el crimen y discutir por ello con su hermano. Es cierto que  frecuentaba el domicilio de Manuel Molina pero sólo para  ver a, Jesusa, la amante de Manuel Molina.

La pericia caligráfica.
El análisis de uno de los peritos calígrafos intervinientes, D. Frederic Miracle y Carbonell,  que posteriormente publicaría un opúsculo sobre el caso, concluyó  que, conforme a los cotejos efectuados, las firmas eran auténticas, obteniéndose al efecto de Manuel Molina el correspondiente cuerpo de escritura. No obstante, Miracle modificaría su Dictamen considerando que no era posible asegurar que la palabra “Acepto” de la letra correspondiese a la misma mano.

La sentencia.
El 18 de Marzo de 1866 se dicta la sentencia, comunicada dos días más tarde a los acusados, que se negaron a firmarla.

Manuel Molina y Joaquín Salvador son declarados culpables como autores del asesinato y condenados a garrote vil.  Vicente Salvador es condenado como cómplice a 20 años de prisión. Todos responden solidariamente de dos indemnizaciones, una a favor del Banco de España por importe de 18.000 pesetas y otra, de 5.000, a favor de la viuda.

"La mitad de lo que aquí está escrito es mentira" (Manuel Molina).
La repercusión del crimen y posterior enjuiciamiento, ampliamente seguido, la debilidad de algunas pruebas, pues muchos testigos no fueron capaces de identificarlos (entre ellos el empleado de la Caja Vilumara que abonó el ensangrentado talón), la ausencia de los supuestos inductores o autores principales que nunca fueron hallados (José Ducado, Vicen Adrià y Bautista García) sembraron en la población la duda acerca de la verdadera proporcionalidad y fundamento de la sentencia, percibida como un castigo ejemplarizante que trataba de resarcir el daño, no solo material sino moral, sufrido por El Banco de España que ya en su día había ofrecido una cuantiosa recompensa para atrapar a los culpables. Como profería el propio Joaquín Salvador al conocer la sentencia “Si no fuera el Banco de España…”

Crece el deseo popular a favor del indulto, recibiéndose numerosos telegramas.  Es solicitado por la mujer de Joaquín Salvador y también por el senado catalán a la entonces Regente María Cristina y al gobierno de Sagasta que finalmente lo concedería el día 8 de Octubre de 1887, conmutando la pena de muerte por la de cadena perpetua.

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